La maldición de los perros - (Parte I)
Atilio odiaba a los perros. Y éstos a Atilio. En el hombro y los muslos tenÃa sendas cicatrices de las mordidas que uno de esos monstruos le ocasionó hacÃa tiempo, en su lejana infancia. Desde ese entonces les tenÃa miedo. Sin embargo, los malditos canes parecÃan haberla cogido con él. Los malos ratos que le habÃan hecho pasar a lo largo de su vida se contaban por decenas y cientos. También podrÃa pasar por simple mala suerte, o por distracciones suyas, aunque era innegable que los perros siempre estaban allà para mortificarlo. De niño y joven les tuvo miedo; ahora sólo sentÃa odio.
Los perros lo habÃan derribado en muchas ocasiones, ya fuera en el parque, en la calle, en su propio patio (aunque Atilio nunca tuvo uno de esos animales del diablo), provocando el delirio de quienes lo miraban; y no pocas veces los monstruos lo hicieron correr para salvar la piel. Que Atilio supiera, ninguno de sus antepasados tenÃa sangre felina, como para justificar la aversión que despertaba en los canes. Con todo, lo peor fue lo de su niñez, cuando habÃan estado a punto de matarlo. Muy de vez en cuando aún tenÃa pesadillas, en estas soñaba con hocicos gigantescos, plagados de dientes y baba espesa y fétida. Casi siempre despertaba transpirando e hiperventilando.
La última jugarreta del destino (o de la maldición de los perros, como Atilio habÃa osado llamarle) fue una perra sin dueño que le ladraba sin parar a la vez que le enseñaba los colmillos cuando él hacÃa el recorrido del estrecho camino de tierra que unÃa su casa con el pueblo. No sabÃa de dónde habÃa salido, quizá ni siquiera habÃa una respuesta para eso. Lo único cierto era que el maldito animal no lo dejaba en paz y en varias ocasiones trató de morderle la pierna mientras se conducÃa en su bicicleta.
Además de vivir en la vieja casa de sus difuntos padres, la misma donde unos perros casi lo matan, ahora tenÃa que andarse con cuidado en su propio caminito. Era algo que Atilio no estaba dispuesto a permitir. Pero hasta la fecha, una semana después de la repentina aparición de la perra en el camino, el maldito animal le habÃa esquivado. Le ladraba de forma amenazadora y habÃa intentado morderle, pero en cuanto Atilio le hacÃa frente, emprendÃa la fuga. Incluso probó a darle comida envenenada, pero el astuto animal se habÃa negado a comer. A Atilio le pareció que el comportamiento del monstruo ese era demasiado atÃpico, casi parecÃa inteligente.
Una tarde, mientras regresaba a casa de su trabajo, la perra salió a su encuentro, como siempre; gruñendo, ladrando, los ojos vidriosos, la baba escurriendo de su boca. Atilio habÃa tenido un buen dÃa, principalmente porque consiguió reunir el dinero de la pensión que debÃa a mandar a su ex esposa por Kharina, su hija de cinco años; pero allà estaba la maldita perra, para arruinarle su tarde. Ya estaba harto. Atilio se bajó de la bicicleta, cogió un madero de aspecto contundente y se abalanzó sobre la fiera.
El animal se internó en el monte del lado derecho, siempre ladrando y gruñendo. Atilio iba ir tras la perra, pero algo lo detuvo; creÃa percibir otro ruido aparte del gruñir del monstruo. SÃ, lo oÃa: débiles quejidos y ladridos. ¡Claro! Por eso le colgaban las tetas a la perra. ¡Por allà tenÃa su camada de recién nacidos! Atilio se internó en la maleza, en el lado contrario al que habÃa cogido la perra. Ésta intensificó sus ladridos y al poco estaba aullando, desesperada.
Los encontró ocultos en el hueco de un tronco viejo. Eran cinco. Eran adorables. Decidió que el siguiente dÃa les llevarÃa un regalo. Sonrió para sÃ. Ignoró a la madre que habÃa regresado, que seguÃa gruñendo y lanzando dentelladas y se fue a casa. «Mañana. Mañana», se repitió mentalmente
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Antes de ir al trabajo preparó la leche. SonreÃa encantando. Seguro los cachorritos no habÃan desayunado como lo harÃan esa mañana. Por alguna razón eso lo hizo pensar en su hija. Atilio la amaba más que nada en el mundo, pero la madre no habÃa podido con las privaciones económicas y al final lo abandonó por un mecánico del pueblo vecino. ¡Sólo porque tenÃa su propio taller! Antes de coger camino, reunió el dinero de la pensión y lo guardó en la mochila, para depositarlo más tarde en el banco.
Les dio la leche a los cachorros en un cuenco de plástico. Casi sintió lástima cuando, ávidos, empezaron a lamer. La perra, como si supiera lo que Atilio hacÃa, intentó en serio alcanzarlo con sus dientes, pero Atilio la mantuvo a distancia. Cuando comprendió que los cachorros habÃan bebido lo suficiente, reemprendió la marcha. Cosa rara, no sentÃa la satisfacción que pensó iba a sentir tras realizar aquel acto. Qué era, ¿culpa?
Creditos: Mundo de Terror
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